Por Carolina Robledo Silvestre / Catedrática Conacyt / GIASF*
Ilustración: Marifer Méndez
Las fotos de pequeñas libretas llenas de collages hechos con recortes de revistas y dibujos representando cuerpos humanos y objetos, empezaron a circular por las redes sociales como una novedad en medio de las noticias diarias de fosas clandestinas y encontronazos desafortunados entre familiares de personas desaparecidas y autoridades de gobierno. Las imágenes correspondían a los cuadernos de las integrantes del colectivo “Por Amor a Ellxs” de Jalisco, que documentaron sus visitas al Servicio Médico Forense, detallando las características de los cuerpos recuperados de enterramientos clandestinos, antes de que fueran reinhumados en fosas comunes sin ser identificados.
Lesiones, tatuajes, edad aproximada, sexo, estatura, detalles de prendas de vestir. Todas las características que pudiesen conducir a devolver la identidad a estos cuerpos fueron anotadas y representadas en un despliegue novedoso de imaginación, con el objetivo de compartirlas posteriormente con otras compañeras y compañeros que como ellas dedican su vida a la búsqueda de las personas desaparecidas.
La creatividad de este método es por su puesto una de sus grandes virtudes pero no la única. En realidad, esta capacidad para representar simbólicamente a los muertos, transgredidos por la violencia y el deterioro natural, expone el cuidado y el respeto con que las buscadoras tratan a los cuerpos sin vida y sin identidad, devolviéndoles la humanidad que les ha sido negada. Ellas adoptan esos cuerpos no sólo porque estén buscando a sus seres amados, sino porque a través de este acto construyen la posibilidad de un mundo común habitado por la sororidad y la compasión, en medio de los efectos atroces de la violencia.
Ponen en juego todos sus recursos simbólicos, sociales y económicos para lidiar con la atrocidad de la desaparición forzada y la muerte violenta. A través de la movilización de lenguajes ordinarios y cargados de sentido local resignifican la carga de la violencia a través de la sacralización y el cuidado de los cuerpos. Sus gestos de luto se constituyen en un acto político que disputa la soberanía sobre los cuerpos y el dispositivo de fabricación de cadáveres que deshumaniza y clasifica a las poblaciones a las que se les niega el derecho a una muerte llorada.
No son entonces víctimas inermes, sin capacidad de acción a las que debamos salvar o frente a las cuales debamos sentir lástima. Al contrario, nos dan lecciones todos los días de cómo construir justicia, reparación y verdad desde sus propios lenguajes y prácticas, muchos de los cuales escapan a la estandarización del derecho y de la política con mayúscula, esa que generalmente hacen hombres y se fundamenta en ideologías y doctrinas con membresías excluyentes.
La imagen de estas mujeres haciéndose cargo de los muertos nos recuerda la figura de Antígona que en contra de la voluntad de Creonte, rey de Tebas, enterró a su hermano Polinices a quién la ley del estado le había negado el derecho al entierro, dejando el destino de su cuerpo al árbitro de los cuervos y los perros a las afueras de la ciudad.
Son las mujeres las que tradicionalmente se han hecho cargo de la tarea de cuidar a los muertos y acompañar su tránsito hacia otros universos. Son quienes gestionan el exceso de la muerte, un exceso con el que los seres humanos históricamente hemos tenido que aprender a lidiar porque nos rebasa, más aún cuando se trata de muertes violentas.
Las acciones de cuidado y compasión no son exclusivamente femeninas pero han sido históricamente adjudicadas a las mujeres, y consideradas, por lo tanto, inferiores. Al remitir a lo privado y a la familia, se les ha considerado “pequeñas cosas”, irrelevantes para la transformación social o el mundo de la política. Sin embargo, estas acciones recobran un potencial pedagógico en la esfera pública como expresiones de no violencia y de construcción de comunidad desde abajo, y son aprendidas también por hombres, jóvenes y niños sensibles a las expresiones de ternura y afecto hacia los otros.
Las buscadoras tienen como principio una maternidad que pregona la vida, pero dado que la vida sin equidad, sin justicia, sin dignidad, sin libertad, sin amor, no es vida sino muerte, transforman su rol de madre, históricamente establecido en el espacio doméstico (a veces opresivo) en un ejercicio de lucha y resistencia volcado hacia afuera.
En una sociedad en la que hemos dejado de ser comunidad para convertirnos en pequeñas familias aisladas, temerosas y desconfiadas, la libreta de Antígona, y todos esfuerzos de búsqueda que movilizan mujeres y hombres a lo largo del territorio nacional en búsqueda de sus desaparecidos, renueva la posibilidad de recuperar la poética sentimental de hacer comunidad, conectándonos con el otro a través del cuidado de su cuerpo. Esta poética se relaciona con una sensibilidad especial para crear y recrear redes de apoyo paralelas a los grandes poderes que se benefician de la violencia, el despojo y el rompimiento del lazo social; generando un tipo de resistencia que obstaculiza y que disipa el flujo de energía de la muerte y el terror.
Las libretas en las que se representa simbólicamente al cuerpo sin espectacularizar la atrocidad de la violencia, además de ser una acción política, son una acción “poética” (proveniente del griego poiein, que significa crear, inventar). Son política y son poesía, son respeto y son una manera de construir comunidad desde las pequeñas-grandes cosas.
*El Grupo de Investigaciones en Antropología Social y Forense (GIASF) es un equipo interdisciplinario comprometido con la producción de conocimiento social y políticamente relevante en torno a la desaparición forzada de personas en México. En esta columna, Con-ciencia, participan miembros del Comité Investigador y estudiantes asociados a los proyectos del Grupo (Ver más: www.giasf.org)