Por Paola Alejandra Ramírez González / GIASF*
Su mirada noble y aguda como la de un lince se clava hacia las profundidades de la tierra. Su voz es quedita como si le susurrara en el oído: “Chuyito, ya te vas con tu mami, hermoso. Andas muy juguetón. ¿Dónde estás? Vámonos, te queremos llevar muchachito, ya vas a ir con tu familia, no vas a estar solo. ¡Sal! Dinos dónde estás y te doy estas flores”.
Como ofrendas que acarician el momento, a pie de una fosa común, Manqui, una buscadora integrante de Las Rastreadoras de El Fuerte, en Sinaloa, le ofrece flores del camposanto mientras le habla al cuerpo de Jesús Quiñónez, un joven desaparecido el 5 de abril de 2012. Su cuerpo fue hallado expuesto en el municipio de El Fuerte y recuperado por el Ministerio Público que lo puso bajo custodia de una funeraria hasta que en octubre de ese mismo año fue depositado en la fosa común de un panteón municipal de Los Mochis. Finalmente, Jesús fue identificado y exhumando el 28 de noviembre del 2018.
Manqui, mujer menudita con poco más de sesenta años, todavía no encuentra a su hijo Juan Francisco, desaparecido en Los Mochis el 19 de junio de 2015. No sólo es hábil con la varilla, también es experta de las palabras y generosa con ellas. Ese día, junto con las otras mujeres del grupo, después de una exhaustiva mañana de búsqueda, acudió al panteón para acompañar a la familia de Jesús Quiñonez. Al llegar, las mujeres de la agrupación junto con los familiares de Chuyito, se tomaron de las manos en torno a la fosa para hacer una oración colectiva antes de iniciar la excavación.
Pese a que se trataba de una exhumación de fosa común, que podría haber significado un proceso menos tedioso, el desentierro fue largo: “Ahí, ahí más abajo, dónde está tu piecito. Si ustedes no lo hallan, nosotras lo hallamos en un dos por tres”, le decían la mujeres de la agrupación a los jóvenes panteoneros que por más que excavaban no encontraban a Jesús. Las hermanas de éste, sentadas y abrazadas alrededor de la fosa, entre sollozos coreaban la frase de una conocida canción: “ya ni llorar es bueno cuando no hay esperanza”. Impacientes se aferraban con tesón, no se irían sin Chuyito, ya estaba identificado y debía volver con los suyos. Después de casi tres horas bajo una aridez que no dio tregua, Chuyito fue encontrado.
Para los familiares que presencian la exhumación de un ser querido y para quienes acompañan un momento así, el transcurrir del tiempo y la espera hacen el proceso todavía más doloroso y angustiante, agravando los impactos y profundizando el daño. Es uno de las múltiples rostros que dan forma a la violencia institucional y burocrática a la que sistemáticamente se enfrentan familiares de personas desaparecidas durante el proceso de búsqueda, identificación y recuperación de sus seres queridos
El caso de Chuyito es una promesa cumplida. Fue devuelto a su familia para que pudieran darle una digna sepultura. Sin embargo, en nuestro país, alrededor de 26 mil cuerpos permanecen en el abismo de los No Identificados. Desde hace años los familiares se han visto obligados a organizarse para emprender diversas formas de búsqueda en medio de una guerra no convencional y no reconocida, en la que las temporalidades de la práctica de desaparición y de hallazgos se experimentan simultáneamente.
Una de estas formas de búsqueda es la de quienes, como Las Rastreadoras de El Fuerte, sin renunciar a encontrar con vida a sus familiares, salen a rastrear cualquier indicio, hurgan entre los cerros que dejaron de ser un paisaje más de la naturaleza para convertirse en testigos violentados, obligados a presenciar el último aliento de cientos de vidas, a albergar secretos y cuerpos en sus entrañas, en una cartografía subterránea de atrocidades de magnitud aún desconocida.
En su mayoría mujeres, sin dejar de reconocer a los hombres buscadores, salen a campo enfrentando los constantes riesgos, el cansancio físico y el desgaste emocional debido a que cada búsqueda representa la posibilidad de encontrar un tesoro –como llaman a sus seres queridos– pero también, la de regresar a casa sin ellos, experimentando ciclos repetidos de esperanza y frustración.
La exhumación de cuerpos deja una cicatriz en la tierra, pero es una herida abierta de compleja cicatrización para quienes en la superficie sufren la ausencia o recuperan a sus tesoros reconociendo la violencia que fue ejercida en su contra.
Durante la trayectoria de no identificación, la mayoría de los cuerpos sufren una serie de tratos crueles, indignos y de malas prácticas que manifiestan el carácter continuo del agravio, que se extiende a los familiares a través de la violencia burocrática generada por la sistemática reactivación del sufrimiento, incluso después de haber logrado recuperar el cuerpo de la persona desaparecida.
Los procesos de identificación albergan un complejo entramado de afectos, emociones y significados. Un desafío es lograr que no se reduzcan a un trámite técnico-jurídico sino que adquieran un carácter reparador para los involucrados. Para ello, es necesario que los equipos de expertos que intervienen en dichos procesos trabajen conjuntamente con los familiares, reconociendo su experiencia y necesidades sin reproducir la violencia o agudizando el daño.
Los cuerpos muertos interpelan a los vivos para que se reconozca en ellos no sólo su dimensión material sino su dignidad y capacidad de movilizar a otros en torno suyo, dando paso a la construcción de comunidades morales, políticas y afectivas. Éstas, además de desplegar prácticas afectivas durante una exhumación, generan estrategias de resistencia para sobrevivir a la muerte violenta del ser querido, rehabitando así un contexto adverso.
Cada uno de los cuerpos que están esperando ser identificados merecen una despedida en la que puedan ser llorados y reconocidos como vidas valiosas, el despliegue de las prácticas rituales que sus deudos decidan, un lugar de memoria. Defenderlos y cuidar de ellos concibiéndolos como integrantes de nuestra colectividad, es una forma de luchar contra el olvido de esos crímenes y una apuesta en defensa de la vida.
Manqui y sus compañeras, al término de la exhumación se preparan para ir de regreso a sus casas. Pese al cansancio físico, al desgaste emocional que deja la jornada de búsqueda, bromean y sonríen: Chuyito se reencontró con los suyos.
*El Grupo de Investigaciones en Antropología Social y Forense (GIASF) es un equipo interdisciplinario comprometido con la producción de conocimiento social y políticamente relevante en torno a la desaparición forzada de personas en México. En esta columna, Con-ciencia, participan miembros del Comité Investigador y estudiantes asociados a los proyectos del Grupo (Ver más: www.giasf.org)