Por Paola Alejandra Ramírez González / GIASF*
Estar en la casa de Carmen es descansar sobre una silla y conversar en quietud, bajo la sombra de sus árboles frutales y el canto despreocupado de los pájaros. El 30 de mayo de 2019 acudí a su casa para entrevistarla a modo de conversación. Con la confianza de quien me adoptó como una hija, entré en la intimidad de su habitación donde reposaba la urna con la cenizas de Eddy, su hijo.
En ese momento nadie imaginaba las adversidades que vendrían en los meses siguientes. La pandemia por Covid-19 ha afectado a Las Rastreadoras de El Fuerte, colectivo en el que Carmen está integrada, a todas las comunidades en búsqueda de sus familiares desaparecidos en el territorio nacional, y al mundo entero.
Entre otros impactos generados por este contexto, las buscadoras se vieron obligadas a parar los procesos de búsqueda. Debido a que algunas de sus integrantes se contagiaron, suspendieron manifestaciones el 10 de mayo y reuniones conmemorativas de sus desaparecides, como hacer misas en sus cumpleaños y fechas de aniversario de su desaparición. Quienes han encontrado sin vida a sus familiares no pudieron acompañarlos en el cementerio el 2 de noviembre, Día de Muertos en México. En esta experiencia, las fechas de conmemoración no son menores, son días significativos y profundamente sentidos.
Edgar José Gil Rosas, Eddy, como le decían, desapareció el 13 de junio de 2018 en Los Mochis, Sinaloa.[1] El 8 de marzo del año siguiente fue encontrado en una fosa clandestina. Tenía 39 años. Un mes después de su hallazgo, el 8 de mayo de 2019, fue identificado y entregado a su familia. La familia decidió incinerarlo y conservar las cenizas.
Hace menos de dos meses recibí un mensaje de Carmen diciéndome que se dirigía a Tijuana porque Diego, otro de sus hijos, estaba hospitalizado. Por su tono de voz supe que era grave. Durante un par de semanas estuvimos en contacto, ambas teníamos la esperanza de que Diego saldría de pie. No fue así.
Diego Alberto Gil Rosas con sus 37 años recién cumplidos, murió el 28 de septiembre de este año a consecuencia de los estragos provocados por una negligencia médica que terminó con su vida por un choque séptico, según señala el acta de defunción.
A los dos días Carmen fue hospitalizada, se había contagiado de Covid-19. Sin embargo, esa mujer de 64 años, con problemas de diabetes e hipertensión, caracterizada por su nobleza y solidaridad, logró hacer frente al virus: “no me perdiste, tienes mamá para rato”, me dijo en un audio. Respiré.
Carmen regresó a su casa en Mochis pero ya no era la misma. Llevaba consigo dos golpes en el corazón, dos pérdidas irreparables, dos heridas cuya cicatriz queda inscrita como una marca indeleble.
El contexto global que hemos vivido este año con la pandemia, ha puesto en el centro la muerte y el miedo, no solo a perder a nuestros seres queridos, sino a nuestra propia muerte; a morir aislados, en soledad, sin los rituales de despedida que colocan nuestra dimensión humana en tanto seres sociales pertenecientes a una comunidad que nos llora. Las medidas sanitarias que implementaron los gobiernos en todo el mundo para hacer frente a la pandemia, modificaron el morir y los significados en torno a nuestro último acto.
Esta experiencia tiene aspectos similares con quienes en México desde hace décadas se han enfrentado a la desaparición forzada y a la muerte violenta de sus familiares quienes, debido a estos acontecimientos, han sobrellevado la incertidumbre de vida o muerte ante la ausencia de un cuerpo y quienes, en otros casos, han tenido que adecuar sus ritos funerarios ante la presencia material de cuerpos cruelmente dañados o destruidos.
Al haber sido separados de forma violenta y repentina, los rituales que permiten transitar del mundo de los vivos al de los muertos, quedan sin efectuarse. La despedida del ser amado les es negada y con ella la presencia, el abrazo, la mirada y las palabras para acompañar a quien se va y dotar de elementos socioculturales y subjetivos a quien se queda enfrentando un duelo a secas, crudo.
La muerte de los hijos de Carmen derivaron de violencias estructurales, institucionales y extremas. Sin embargo, para ella, el poder despedirse de uno de sus hijos marcó una diferencia con respecto al otro, “no es lo mismo porque a Diego pude verlo y despedirme, sabía que ahí estaba, que estaba enfermo y podía pasar eso. Su muerte fue diferente porque con la desaparición de Eddy duré meses sin verlo, piensas que está vivo y cuando lo encuentras se te viene el mundo encima”.
Las cenizas de Diego y Eddy reposan en un altar afuera de la habitación de Carmen y su esposo: “tenerlos aquí ha sido completamente diferente, veo sus fotografías, veo sus rostros, los veo bien, tranquilos. Están aquí”. Sus dos hijos descansan en la casa que los vio crecer, están con su familia, ellos no están solos.
En la visión moderna occidental y colonialista, a los muertos se les concibe como un peligro. Tienen que estar separados de los vivos pues constituyen un riesgo de contagio de enfermedades. Esta contaminación no solo es física sino simbólica, es decir, expresan sistemas simbólicos asociados a las nociones de orden y desorden, son una amenaza; producen temor pues la desintegración-descomposición del cuerpo se relaciona con impureza y suciedad.[2] Los muertos son revestidos de una carga negativa, son entes inertes, representan lo no vivo.
Estas concepciones en torno a los muertos están históricamente asociadas a los cambios en la soberanía y las formas de gobernar a los muertos, es decir, de administrar y controlar a los cuerpos muertos a través de leyes, protocolos, procedimientos y espacios específicos para su disposición, como los cementerios, que suelen estar alejados de los vivos.[3]
Los cuerpos muertos, sobre todo de quienes pierden la vida en eventos de violencia extrema, tienen un exceso de significado pero también una carga afectiva. La decisión de Carmen de tener las urnas con las cenizas de sus hijos es un acto de transgresión al poder soberano cuyo mandato ordena que la materialidad biológica de los cuerpos muertos esté separada de los vivos.
Los días han pasado y en conversaciones Carmen bromea y reímos. Por momentos se queda callada, solloza, nos acompañamos. “No dejo de nombrarlos, los nombro mucho para tenerlos presentes”, cada que tiene oportunidad habla de ellos y cuenta sus anécdotas, pero también habla con ellos: “Les hablo. A Diego le pido que ayude a su esposa y a Eddy que los tesoros aparezcan. He tenido la confianza de que me escuchan”.
Estas prácticas afectivas y de cuidado hacia los seres queridos que han muerto, abren una posibilidad para subsanar un aspecto de la relación que las violencias resquebraja: la continuidad del vínculo vs la continuidad de la violencia. Ella encontró formas de mantener el vínculo más allá de la muerte: “no me voy a separar de ellos”, dice con la firmeza de un roble. Carmen y su esposo cuidan de sus hijos y a su vez, ellos cuidan de sus padres.[4]
Quienes integramos el GIASF abrazamos a las personas que buscan a sus seres queridos y a quienes los han encontrado sin vida. Agradecemos que nos permitan caminar juntes y aprender formas de investigar y luchar colaborativa y comprometidamente. Deseamos que en estas próximas fechas decembrinas dolorosas por las ausencias, encuentren recovecos de luz y cálida compañía. Sigamos siendo refugio.
Referencias
[1] Sinaloa es un estado ubicado en el noroeste de México, al oeste tiene costa hacia el Océano Pacífico, por el este está atravesado por la Sierra Madre Occidental, una zona montañosa conocida por ser el centro de operaciones del Cártel de Sinaloa. Las principales ciudades del estado son Culiacán, Mazatlán y Ahome; Los Mochis es cabecera de ésta última.
[2] Consultar: Douglas, Mary (1978) Pureza y peligro. Un análisis de los conceptos de contaminación y tabú, Siglo XX, Madrid.
[3] Consultar: Stepputat, Finn (2018) “Governing the dead in Guatemala. Public authority and dead bodie”, en A Companion to the Anthropology of Death, Antonius C. G. M. Robben (Ed.) Human Remains and Violence series, Manchester University Press, Manchester, pp. 1–16
[4] Escrito en honor a Carmen y sus hijos. A ella le agradezco la disposición y confianza plena y el apoyo que me brindó para escribir estas líneas y las fotografías que se presentan.
*El Grupo de Investigaciones en Antropología Social y Forense (GIASF) es un equipo interdisciplinario comprometido con la producción de conocimiento social y políticamente relevante en torno a la desaparición forzada de personas en México. En esta columna, Con-ciencia, participan miembros del Comité Investigador y estudiantes asociados a los proyectos del Grupo (Ver más: www.giasf.org)