Otras miradas a las desapariciones en las fronteras de México (y X)
Javier Dragustinovis*
El artista matamorense Javier Dragustinovis reflexiona sobre los orígenes de la fotografía y cómo sus características posibilitan que sea una fuente idónea para mantener el recuerdo y la búsqueda de desaparecidos. Entre otros ejemplos, destaca parte de la obra de Teresa Margolles y la representación visual de quienes siguen desaparecidos en la frontera noreste de México.
Introducción: La fotografía de la crisis
El sonido de un tren acentúa una atmósfera de inquietud. Puedes imaginar que alguien llega o se encuentra en tránsito. Unos haces de luz iluminan tres paneles de cristal que resaltan en medio de la galería por su tamaño, el hecho de que se encuentren en un contexto artístico, pero especialmente por los rostros que nos miran desde carteles ajados adheridos a esa estructura llena de polvo y grafiti. Leemos en la cédula:
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Teresa Margolles
La Búsqueda. 2014
Intervención con frecuencia sonora sobre tres paneles de vidrio transportados desde el centro histórico de Ciudad Juárez, México.
Tres paneles de vidrio con marco de madera, 181 x 286 x 120; 96.5 x 286 x 120; 132.5 x 286 x 120 cm.
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Los paneles de cristal están cubiertos con carteles en fotocopia con los rostros de mujeres desaparecidas. Las estructuras provienen de algún lugar del centro de Ciudad Juárez, una localidad fronteriza que a mayo de 2025 tenía 4,042 desaparecidos [1]. El sonido del tren que cruza la ciudad se transforma en una baja frecuencia y se extiende por el espacio de la galería, haciendo vibrar los cristales y los rostros de las mujeres en esos pósteres. Nos envuelven las historias resumidas en datos concisos y urgentes. Nos martillea ese sonido de un tren que parece nunca llegar.
La estrategia de la artista Teresa Margolles (Culiacán, Sinaloa, 1963) para abordar la violencia y las desapariciones es amplificar las fotografías y carteles que se generan en este entorno de búsqueda y protesta. De esta manera, la fotografía se revela como el principal vehículo para ampliar la búsqueda, mantener viva la memoria de los desaparecidos e involucrar a la comunidad en esta realidad a partir del espacio público, además de cuestionar la labor y resultados del Estado en esta problemática.
Margolles nos traslada a la escena, donde el mensaje se vuelve presencia de la urgencia, amplificando y extendiendo el llamado de las familias y colectivos buscadores, un cuerpo de obra que “ha operado como una suerte de historiografía inconsciente de la brutalidad de la experiencia social en México” [2].
Una breve historia de la fotografía: De lo íntimo a signo colectivo
Desde sus inicios, la fotografía se convirtió en una técnica significativa para los artistas. Una herramienta que para la segunda mitad del siglo XX se transformó en una forma de documentar procesos artísticos y abordar la propia realidad, ya no solo a manera de lienzo, sino diseccionándola y abriéndola al escrutinio a partir de su inmediatez.
Cuando el pionero de la fotografía Joseph Nicéphore Niépce (1765-1833), logró la primera imagen permanente en un día entre 1826 y 1827, una postal que hoy conocemos como “Vista desde la ventana en Le Gras”, la fotografía se convirtió en documento y multiplicador de instantes. Con el paso de los años, esta herramienta, sorprendente para la época por capturar la realidad, se fue convirtiendo en una forma cada vez más accesible y, por lo mismo, más popular. Quienes podían pagarse ese retrato instantáneo, acudían a los fotógrafos para dejar un registro familiar para el presente y el mañana: el abuelo y la abuela, la hija, el hijo, la madre y el padre. Cada uno con sus rasgos, la ropa vestida aquel día tan especial que capturó para la posteridad a la pareja, al grupo, a la persona…
Poco a poco, este nuevo proceso de captura del instante fue la manera para dar fe de celebraciones, pero también de apoderarse de escenas de catástrofes, triunfos y derrotas, sucesos que se querían difundir masivamente o esconder del escrutinio público; generar documentos fidedignos de nosotros era asegurar una suerte de pervivencia. Así, la fotografía que nació como acto técnico y científico, mostró un insospechado abanico de alternativas de uso. Entre sus posibilidades, el Estado decidió que podía ser utilizada para conocer el campo de guerra y al enemigo, espiar al otro o señalar al indeseado.
Ese poder documentador de rostros y rasgos, atrajo la atención del sistema de justicia y en 1880 la fotografía se instituyó como elemento de identificación de delincuentes. La nueva herramienta permitía generar un archivo de historias, pero especialmente de rostros y particularidades corporales. En ese momento, la ficha que integra la carpeta quedó unida a la foto, y ser fichado se vinculaba a estar en el registro de quien implementaba la justicia.
En contrapartida a los usos del Estado, con el periodismo, la fotografía devino en un documento que pudo hacer visible a la víctima y al victimario. Los rostros, como las multitudes, ocuparon las portadas, los interiores de las publicaciones periódicas, y así llegaron a la calle y a los hogares. Aquellos que eran negados o silenciados se mantenían vigentes en las delgadas y frágiles páginas de papel cultural de los grandes tirajes de los populares medios impresos. Si en 1880 la fotografía se instituyó como forma de fichar a delincuentes, ese mismo año el New York Daily Graphic fue pionero al publicar una foto en una de sus ediciones. Así fue como la imagen llegaba al archivo público y tomaba la calle.
El cambio más radical vendría con el abaratamiento de la cámara y la posibilidad de la reproducción casi inmediata de las imágenes. En cada casa se podía tener ese aparato que aseguraba un documento de la vida y de sus actores; lo que permitió que en cada hogar se atesorara al menos una imagen de cada uno de los miembros de la familia. En las paredes se colgaban los retratos de la boda de la madre y el padre, de la familia entera posando en algún festejo, la tarde en un viaje de descanso. Asimismo, las instituciones solicitaban pequeñas fotos que se unían a los documentos oficiales, llamadas de hecho tamaño “pasaporte” o “documento”. Estas fotos servirían más adelante para el memorial familiar, pues se transportaban en la cartera o se guardaban con nostalgia, como elemento evocador del paso del tiempo.
Esas fotos luego dejarían el cajón de los documentos o la pared de la sala para convertirse en un recurso de búsqueda de las personas desaparecidas durante tragedias como los terremotos o épocas ominosas como la Guerra Sucia en Iberoamérica. En Argentina, en un momento, las Madres de la Plaza de Mayo decidieron abandonar la estrategia de particularizar sus pañuelos con el nombre de cada uno de sus hijos desaparecidos cuando consideraron que la foto era un recurso individualizador más efectivo. De esta manera, a las marchas, vigilias y protestas acudían ahora los rostros de las y los desaparecidos, haciendo su cuerpo presente y vigente.
La escritora e investigadora Ana Longoni considera que, al “desviarse” de lo privado para llegar al espacio público como auxilio y protesta, los rostros de los desaparecidos devienen en un signo colectivo inequívoco. Los rostros “representan a todos los desaparecidos a la vez que cada una de ellas es la huella de una vida en singular” [3].

Al mostrar estas imágenes, entonces, las madres argentinas decidieron “socializar la maternidad y hacernos madres de todos” [4], algo que también podemos apreciar con las acciones multiplicadoras de las imágenes de sus hijas e hijos por parte de las madres de los desaparecidos en México, así como las diferentes plataformas y proyectos que acuden a la difusión de sus rostros en las redes sociales. La fotografía ha pasado de lo íntimo a lo colectivo, del ministerio público a la plaza, la calle y el muro.
Foto y denuncia
La fotografía juega un papel esencial como un elemento de prueba de existencia, como símbolo, de la memoria y la verdad para las familias que buscan a sus seres queridos. Multiplicada tanto en la plaza pública como en Internet y las redes, la imagen hace presente a los desaparecidos. Los rostros viven en el espacio público, donde buscan sumar a la comunidad y hacerla sensible, generar conciencia. Cada vez que nos encontramos con los carteles de los desaparecidos, nos integramos a esta búsqueda, nos hace partícipes de una realidad que nos demanda afinidad, en un paisaje que, de alguna manera, nos incluye.
Esas hojas, que se acumulan en los lugares públicos, se vuelven protesta y denuncia, generando una conexión emocional con la comunidad, aludiendo a la solidaridad social para mantener viva la llama, y señalar la inacción de las autoridades. Esas imágenes son, al mismo tiempo, memoria e identidad, manteniendo la presencia en el espacio público y no solo en el privado. También son la evidencia y la prueba fehaciente de la existencia de la desaparición, su problemática y los delitos continuados que suponen, contrastando en muchos momentos a los archivos del Estado, que opaca, vuelve estadística y olvida a los desaparecidos.
Cuando las fotos de los desaparecidos salen al ámbito público, “se trata, en síntesis, de dos grandes e insistentes estrategias de representación de los desaparecidos, que pueden contrastarse a partir de una serie de oposiciones: lo colectivo/ lo particular, lo anónimo/ el nombre propio, la violencia de la desaparición/ la biografía previa” [5].
Nos están diciendo que, para recordar, nos necesitamos. Por eso los rostros nos encuentran, nos siguen y nos piden sumarnos. Yo necesito tu voz para completar la mía, para amplificarla y generar resonancia, parecen decirnos, porque cada foto nos reitera que hay una historia vigente, anterior a la desaparición.
Al devolver al foro público al desaparecido, la fotografía mantiene la esperanza de que aparezca y también convierte la calle de manera permanente en un espacio de protesta. Es una presencia de la ausencia que mantiene vigente una historia y un reclamo. De esta manera, una invención que nació con la intención de capturar la realidad en un instante, permite que una imagen perdure en medio de la disolución generada por la falta de resultados y verdades.
A la adopción de la fotografía como herramienta de protesta, memorial y difusión por parte de las buscadoras de los desaparecidos en países como México, Argentina, Chile o Colombia, se unió más adelante la solidaridad de las artistas en forma de murales, archivos, instalaciones, incluso reapropiándose de las propias las estrategias de protesta de las buscadoras.
La suma de artistas a esta realidad, se puede interpretar como una demostración de conciencia crítica, buscando sumarse a la denuncia amplificando en el mismo foro urbano o en otros espacios regionales, incluso internacionales, reafirmando el llamado a la conciencia, la solidaridad y la protesta.
En este proceso, algunas propuestas artísticas se han vuelto cómplices con quienes buscan y exigen, llevando sus acciones e imágenes a otros espacios para multiplicar la reflexión e intentar romper esta normalización de la violencia. Estas estrategias han incluido reunir objetos hallados en zonas de violencia y llevarlos a otros contextos, o amplificar los carteles de desaparecidos que se distribuyen en la ciudad. El objeto y la imagen se vuelven, de esta manera, vínculo primordial y efectivo con el espectador, al acercarlo a la problemática y generando empatía.
Ese es el caso de Teresa Margolles, quien se ha apoyado en la re-contextualización como un recurso para documentar la violencia en México. En Pesquisas [6] fotografió los carteles de mujeres desaparecidas pegados por todas las calles de Ciudad Juárez. Después, imprimió grandes ampliaciones, enfatizando su deterioro material, como espejo del paso de los días y de la inacción oficial o su insuficiencia.
La necesaria literalidad de sus instalaciones fue la que molestó al gobierno de Felipe Calderón cuando Margolles llevó su obra a la 53ª Bienal de Venecia en 2009 como artista seleccionada para el pabellón mexicano. Desde el título de la exposición curada por Cuauhtémoc Medina se leía la posición de la artista, repetida hasta la saciedad, pero sin ser cliché:
¿De qué otra cosa podríamos hablar?
Ante una realidad de violencia que sigue vigente, la artista opta por la literalidad: “La frontera y la migración no son problemas «estetizables», sino un campo de referencia ineludible para quienes ponen en crisis la representatividad de los cuerpos. Por eso, el traslado está en el centro del trabajo de Teresa Margolles” [7].
Conclusiones: Nosotros en los rostros de los desaparecidos
Los carteles de los desaparecidos, hojas de papel impresas regularmente en color, van integrándose a los días de la comunidad de la frontera del noreste de México, perdiendo su claridad ante las inclemencias del tiempo, el sol prolongado, la lluvia y el viento, que los van modificando para tan solo dejar la información y algunos rasgos de las personas que se buscan. Apenas ingreso a la plaza principal de Matamoros y en una de sus esquinas me recibe la imagen de un joven; el cartel está aún en vivos colores, y me recuerda lo que sé y olvido. La hoja se encuentra ajustada con cinta adhesiva a una de las luminarias color negro que adornan el lugar. Es noviembre, y ya se levantan los puestos de comida y vendimias por las celebraciones de los festejos conmemorativos de la Revolución Mexicana. En un par de semanas se reunirán en ese espacio varios miles de matamorenses y turistas. Entre esa multitud se encontrará la mirada de ese joven, integrado y no a un lugar que reclama; al regreso, al estar.

La llegada del otoño parece ser más noble con ese papel brillante, pero, aun así, se disolverá con las semanas. Ese desvanecimiento sólo es detenido por la persistencia de nuevas manos que colocarán una y otra vez el cartel en el mismo lugar o en nuevos espacios. Esa reproductibilidad de la imagen permite mantener esta lucha contra el olvido. Cada fotocopia de un desaparecido es una nueva oportunidad de hacer regresar a casa a quien desapareció un día en el traslado al trabajo, saliendo de la escuela o regresando a la ciudad. Cada hoja a la que se le incluye el anhelado “Localizada”, reafirma el valor de esas frágiles impresiones que se multiplican y que nos interpelan.
Como hemos visto, hace casi dos siglos, la fotografía nacía como un hallazgo que posibilita guardar los lugares, los hechos y las personas. Hacer de la memoria, archivo, para poder regresar a ella en cualquier instante. A partir de ese momento, bastaría con ir al cajón y tomar ese delgado papel para reafirmar los rasgos de los seres queridos añorados, pero también compartirlos con otros. La lejanía, el paso del tiempo o la pérdida, ya no serán una barrera para hacer presente a esa persona tan significativa.
En este largo camino, las fotos han posibilitado establecer un memorial de nuestras sociedades, así como de lo que hacemos y conservamos. Se ha dicho que una imagen dice más que mil palabras, posibilitando, se dice también, una mayor cercanía con la realidad. Quizás…Lo que sí es un hecho es que cada imagen nos vincula de manera más inmediata con los lugares y las personas. Frente a nuestra prisa, la fotografía alude a la empatía ante el rostro de quien ya no está y se espera su regreso. Ante la falta de resultados de la autoridad, la imagen se vuelve voz y coro, demandando la verdad.
Imágenes, fotos, carteles, hojas volantes, capturas de pantallas y sus reproducciones, continúan siendo el principal vehículo de los colectivos de buscadores tanto en México como en Iberoamérica para mantener viva la llama de la esperanza, la protesta y la solidaridad. Una luz y su fotografía, en una larga noche.
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Este texto es una colaboración entre el LEVIF (https://www.colef.mx/levif/), de El Colegio de la Frontera Norte, y A dónde van los desaparecidos.
El Laboratorio de Estudios sobre Violencia en la Frontera (LEVIF) es un proyecto académico y humanista de El Colegio de la Frontera Norte que tiene como objetivo analizar la violencia criminal en esta región fronteriza, generar eventos y documentos de divulgación científica sobre el tema.
Javier Dragustinovis es un artista que trabaja y reside en Matamoros (Tamaulipas).
Web: https://www.javierdragustinovis.net/
La opinión vertida en esta columna es responsabilidad de quien la escribe. No necesariamente refleja la posición del LEVIF ni de A dónde van los desaparecidos.
Referencias:
[1] Red Lupa, Informe nacional de personas desaparecidas en 2025, https://imdhd.org/redlupa/informes-y-analisis/informes-nacionales/informe-nacional-de-personas-desaparecidas-2025/
[2] Justo Pastor Mellado, “Teresa Margolles y las fronteras de la institución artística”, Art Nexus: el nexo entre América Latina y el resto del mundo, vol. 9, núm. 77, 2010, pp. 54-58, https://www.artnexus.com/es/magazines/article-magazine-artnexus/5d63f6c190cc21cf7c0a2637/77/teresa-margolles
[3] Ana Longoni. “Fotos y siluetas: dos estrategias en la representación de los desaparecidos”, en: Emilio Crenzel (ed.). Los desaparecidos en la Argentina. Memorias, representaciones e ideas (1983-2008). Buenos Aires: Biblos: pp. 43-63, 2010.
[4] Ibíd.
[5] Ibíd.
[6] Una pesquisa es una “[b]úsqueda que se hace de datos, pruebas, evidencias para localizar algo en un archivo o en una biblioteca, o a alguien cuyo paradero se desconoce”, según el Diccionario del español de México, El Colegio de México, https://dem.colmex.mx/ver/pesquisa
[7] Cuauhtémoc Medina, “«Lo que queda» en las calles de México: fenomenología de lo muerto en el arte de Teresa Margolles”, Otra Parte, núm. 24, primavera de 2011, https://www.revistaotraparte.com/op/artes/espectralidad-materialista/
Imagen de portada: ilustración del artista Javier Dragustinovis