A donde van los desaparecidos

Presencias, un testimonial sobre la desaparición de personas, la memoria y el anhelo del reencuentro

Marcela Turati
noviembre 10, 2021
Compartir:

Este jueves 11 de noviembre se inaugura, en la Galería Jorge Martínez de la ciudad de Guadalajara, la exposición Presencias, del fotógrafo jalisciense Rafael del Río. Un testimonial que a través de impresiones en hojas naturales, una instalación con ropa de personas ausentes, cartas, charlas videograbadas e imágenes de manifestaciones, se aproxima —de manera respetuosa— a las vidas de cientos de personas que fueron desaparecidas y a la lucha de sus familias por encontrarles.

Por Marcela Turati para el prólogo del catálogo de la exposición. Texto compartido con el Proyecto A dónde van los desaparecidos*

En México hay 93 mil 18 personas registradas como desaparecidas. La cifra fría, impersonal y en aumento diario, oculta historias sobre vidas truncadas, masifica una realidad y no refleja lo que cada una de estas ausencias significa en la vida cotidiana de las personas que las buscan, que esperan que quienes faltan regresen a casa.

La desaparición de personas es uno de los resultados más descarnados de la estrategia de “guerra contra las drogas”. No sólo trunca los planes de vida de quienes faltan, también obliga a quienes les aman a abandonar sus propias vidas, suspenderlo todo –la normalidad, la comida que no pasa por la garganta, los sueños a futuro que se convierten en insomnio y pesadillas–, obligados a salir a buscar en un laberinto burocrático lleno de puertas falsas que pocas veces tienen salida. 

Las desapariciones ocurren en México a un promedio de 17 por día; la impunidad se ha convertido en política de Estado.

Las personas desaparecen (o, mejor dicho, son desaparecidas) de adentro de la casa, de la calle o carretera donde fueron llevados a la fuerza, de una cita de la que no volvieron, de no se supo dónde, de cualquier sitio. Sus familias les buscan. Buscar se ha convertido en su profesión. También en un sentido de vida: recuperar al ser amado, traerlo a casa. En antídoto: en la única forma de sobrellevar la existencia.

Aunque todo –especialmente el gobierno– se oponga a ello.

Se conoce como buscadores o buscadoras a las personas que desde que ocurrió la desaparición dejan todo para dedicarse a buscar a las personas amadas que les arrebataron, que exigen de todas las formas posibles encontrar el paradero de la persona, que piden ayuda para devolverles a casa. 

Para ello se enfrentan a un sistema organizado para poner trabas, para que no se busque, para que no se sepa lo que pasó, para perder o borrar evidencias, para archivar pistas. Los buscadores recorren oficinas de gobierno, morgues, cárceles, hospitales, escondrijos de indigentes; gastan sus ahorros en videntes, extorsionadores y policías o ministerios públicos corruptos que prometen dar pistas; entran a campamentos de sicarios o campos de trabajo forzado para buscar a los suyos entre los esclavizados; o caminan a cerro abierto con palas, listos para cavar. 

Dedicarse a buscar es su oficio adquirido, y en México es también identidad e indicador de lo masivo y sistemática que son las desapariciones de personas. 

Este oficio generalmente se conjuga en femenino y es especialmente practicado por madres, esposas, hijas, hermanas. No existe un censo de cuántas son. Constantemente estas Mujeres Buscadoras se agrupan unas con otras y crean colectivos con nombres que evocan su misión, como: “Rastreadoras”, “Sabuesos”, “Guerreras”, “Fuerzas Unidas”, “Solecitos”, “Cascabeles”, “Madres Coraje”, “Colibrís”, “Enlaces”, “Alondras”, “Amores”, y un sinfín de variantes.

Instalación de forma de árbol conformada por 144 retratos en blanco y negro de personas desaparecidas.
Crédito: Rafael del Río

El surgimiento de estas colectivas es directamente proporcional a la falta de respuesta institucional. Es indicador de la complicidad de los distintos gobiernos con los perpetradores –que muchas veces son uno mismo–, y de la indolencia de quienes se dedican a administrar las desapariciones y sacar cifras pero que no salen nunca a buscar. 

Como dicen las Madres Buscadoras: “Las autoridades no buscan porque saben que si buscan ellos mismos se encuentran”.

Buscar es trabajo. Buscar es salir a las calles a gritar que te falta un hijo, una hija, o cuatro, o tu esposo, o tu hermana o tu mamá. Es recorrer los circuitos donde se dan las desapariciones: las carreteras, los terrenos baldíos, las morgues. Es identificarse con otras mujeres con el nido vacío, a quienes les duele la entraña por la ausencia, y salir con ellas a la calle con carteles, a bloquear avenidas, a gritar los nombres de cada una de las personas que faltan. Es uniformarse con el rostro de la persona buscada. Es colarse a un hospital, a una cárcel o a un psiquiátrico para mirar de cerca y a los ojos a quienes nadie mira y estudiarles el rostro, la talla del pie, la cicatriz en la piel. Es memorizar los rostros estampados en los carteles desde donde muchas otras Buscadoras muestran a quienes les faltan. Es orar. Es gritar. Es protestar. Es meterse a pantanos a buscar cadáveres. Es estudiar jirones de ropa podrida en el terreno que antes fue un campamento narco. Es arrojarse a terrenos prohibidos, abrirse paso entre la maleza con un machete, cavar con pala, es tantear la tierra con varillas. Es esculcar cada gramo de tierra y cernirla en busca de fragmentos de huesos para darle, a quien quiera que haya sido ese fragmento, un descanso y una tumba donde su familia pueda colocarle flores e irle a platicar. Es mirar de cerca cadáveres para buscarles el diente que le hace falta, el tatuaje que diga algo sobre a quién pertenece, la cicatriz de la varicela. Es ponerse en riesgo, y ya no importa, pues desde que la persona amada no volvió cada día uno se muere lentamente, pero no muere del todo, porque el amor dicta que hay que seguir buscando. Es ser luz en un país a oscuras. 

La generalización del oficio de buscar ocurrió a partir de la estrategia de seguridad militarizada llamada la “guerra contra las drogas”, declarada por Felipe Calderón en 2006, y que nunca acabó con la droga pero logró cientos de miles de asesinatos, dio permiso a la violencia e hizo que se popularizaran palabras como “levantón”, que en la jerga narca significa subir a alguien a la fuerza a un vehículo y no regresarlo. Fue culpar a quien era desaparecido porque “en algo andaba”, para hacerle sospechoso de su destino, para anestesiar a la sociedad. Quien es desaparecido es culpado porque “estuvo en el lugar equivocado en el momento equivocado”. Pero hoy en día todo México es un lugar equivocado y ningún sitio está exento. 

No importa quien seas. Todo mundo es desaparecible.

Instalación realizada con ropa de personas ausentes que facilitaron sus familiares, como una forma de honrar su memoria. Crédito: Rafael del Río.

En México se desaparece por muchas razones: para marcar territorios, aniquilar enemigos, a quien pueda estropear un negocio, a quien se convirtió en testigo involuntario o para causar terror. O porque el capitalismo necesita mano de obra gratuita, esclava, y el megaproyecto de la droga requiere trabajadores y que nadie alce la voz. Porque el mercado pone en venta a seres humanos. O por cálculo político: para bajar las estadísticas de la muerte desapareciendo los cuerpos del delito, no solo enterrando a las víctimas sino disolviéndolas en ácido o reduciendo los cuerpos a cenizas, a una nada. 

En México se desaparece porque se tiene permiso pues es un delito que nunca se va a investigar y que no lleva a nadie a la cárcel. 

Borrar las desapariciones es, pues, ganar la narrativa del aquí no pasa nada. Es ocultar debajo de la alfombra lo que ocurre en el país, y las personas que faltan.

Pero las reglas de la economía política no contaban con que las Madres y los Padres Buscadores saben que la sangre llama a la sangre, que el amor nunca se cansa de buscar, que las corazonadas son certera.

Si las leyes del Estado que piden resignación, recoger cualquier cadáver y enterrarlo –aunque no sea la persona buscada–, pretender que nunca existió (como si se te hubiera perdido un zapato, un arete; como si los desaparecidos sean personas descartables), las personas Buscadoras –en contraste– siguen las leyes del corazón y se oponen al olvido, aunque les tachen de locas. 

Mantener la memoria se convierte en su misión, en su forma de vida, en su forma de resistir al sistema que arrebata vidas y siembra muerte. La memoria como pedagogía de la resistencia. 

Además de salir a buscar, los y las Buscadores se prometen mantener la presencia de quienes han sido condenados a ser borrados. Practican rituales para que las personas ausentes siempre estén presentes. Guardan la memoria desde la intimidad, de donde nadie pueda arrebatárselas, y manteniendo vivos los recuerdos mantienen vivas a las personas que aman y que extrañan.

Una de las charlas videograbadas en donde los familiares cuentan su experiencia de búsqueda y su necesidad de justicia. Crédito: Rafael del Río.

Mantienen la presencia ante la ausencia como respuesta al mundo que les exige que olviden, al sistema que le apuesta a la resignación y al cansancio.

Ellas, en cambio, se dedican a cuidar la memoria desde la habitación vacía y mantienen el cuarto como mausoleo, para que cuando regrese lo encuentre igual. Sienten las paredes impregnadas de vivencias, los recuerdos asaltan desde las paredes, caminan por los pasillos por donde la persona pasó. 

Mantienen viva a la persona amada desde lo íntimo. Repiten cómo era la persona que buscan, esa que les arrebataron, esa que no desapareció así de la nada, a quien desaparecieron. 

Les mantienen vivos en quienes eran:

Su platillo favorito era la carne de filete.

Lo ví a lo lejos, me dijo adiós y hasta la fecha no sé nada de su paradero.

Se iba los fines de semana al parque o a alguna alberca. Él quería ser topógrafo.

Los sueños que él tenía, y le truncaron, era sacar a su familia adelante, poner su taller y más adelante ponerme un puesto de comida, para que ya no trabajara.

Sus sueños son seguir estudiando una licenciatura en derecho para ser alguien en la vida.

Le gusta escuchar música, en especial Lana de Rey.

Nunca dejaré de buscarla: mis hijos, nietos y bisnietos heredarán este gran amor que le tengo.

Era un buen esposo.

Cuando el dolor, la rabia, la impotencia y la angustia se hacen insoportables, recuerdan como postura política. Gritan en público la ausencia-presente: protestan en las calles, en las plazas, en las oficinas de gobierno, exigiendo que les busquen a quienes les faltan, avisando a la gente enceguecida que esto ocurre, haciendo visibles a quienes alguien quiso hacer invisibles. Los materializan e inmortalizan en retratos agrandados. Desde donde los y las ausentes-presentes nos miran.

Imágenes de distintas manifestaciones públicas de familiares de personas desaparecidas. Crédito: Rafael del Río.

*

La exposición Presencias, del fotógrafo jalisciense Rafael del Río, es este acercamiento que se atreve a mirar íntimamente, con respeto, de puntillas, los hogares en la vigilia de la espera, y que acompaña con el lente las búsquedas, los recorridos y las protestas por las distintas geografías del dolor, de la dignidad, de la tragedia, lo mismo de Jalisco, Veracruz, Nuevo León, Tamaulipas, Sonora, Baja California, Sinaloa, Tlaxcala o Baja California Sur.

Posa la mirada en los lugares, las personas, los objetos donde se atrincheró la memoria para mantenerse viva. En el recuerdo que llena esos vacíos. En todo lo que impregnaron las personas que faltan. La televisión que usaron, el edredón que les acunaba, la playera favorita.

Materializa la presencia. 

Desde la carta de la mamá que dice que lo ama.

Desde el sueño que tenía de construir una casa.

Desde el cuarto que permanece intacto.

Desde el hijo tatuado en el cuerpo y la memoria, y para quien se lee en la piel: Por siempre en mi corazón.

Desde los dibujos pintados en las paredes: “En la vida te tienes que divertir. Las mejores cosas de la vida no son cosas”. 

Desde su suéter verde, su camisa a cuadros, su camiseta de equipo de futbol, el chaleco de mezclilla, la camiseta de la guadalupana, su sudadera roja con capucha. 

Desde esa memoria íntima.

En esa búsqueda de tres años para coleccionar la memoria materializada desde la intimidad, que se vuelve en sacudida y denuncia política, el fotógrafo recorrió esos caminos, aprendió a descubrir en los detalles la presencia de esas ausencia, hizo experimento para materializar cada ausencia a partir de su lente y de su recolección de diarios, de ropas, de lugares, hasta imprimir sobre la fragilidad los rostros que no están pero que viven en el corazón de quienes les conocieron. 

Rafa invita a recorrer esos espacios simbólicos donde se debaten y conviven las palabras presencia-ausencia, olvidar-recordar, para permitir ver los vestigios donde la vida de las personas quedaron impregnadas. Puso la mirada, y nos lleva a enfocarnos para ver a quienes mantienen viva la presencia de las personas ausentes, porque las llevan dentro, desde la raíz. 

Nos muestra cómo la existencia de una persona queda tatuada en la savia de un árbol y en la fragilidad de sus hojas, para mantener la presencia presente; verla renacer, retoñar, dar fruto, desprenderse, convertirse en semilla y volver a nacer.

***

*Foto de portada: Rafael del Río. Esta fotografía de José Guadalupe Rosas Castillo, desaparecido el 15 de septiembre de 2017 en Hermosillo, Sonora, y otras más que forman parte de la colección, fueron impresas con la técnica de clorotipia sobre hojas verdes naturales y expuestas con la luz del sol.

 

Es coordinadora del Proyecto A dónde van los desaparecidos.

Categorias:
Etiquetas:

Notas relacionadas