El sufrimiento para las familias de los 72 migrantes no terminó en San Fernando. La tortura continúa, es sistemática. La justicia, el conocimiento de la verdad y la reparación del daño les han sido negados.
El gobierno mexicano no ha reconocido su responsabilidad en la matanza. Tampoco por haber entregado cadáveres erróneos a varias familias, mandar a fosa común a personas que eran identificables, demorar tiempos inexplicables para las repatriaciones de los cuerpos identificados o incinerar restos de víctimas sin tomar en cuenta a sus familias.
A cinco años de la masacre, aún hay 11 cuerpos sin identificar.
La constante para las familias en este laberinto lleno de puertas falsas ha sido topar siempre con la impunidad. Varios procesos judiciales han sido presentados en contra de las autoridades por negar a las víctimas sus derechos, por no transparentar información, por ignorar a las familias en la recomendación emitida en materia de derechos humanos. Otras están por presentarse.
Los testimonios de este capítulo muestran que la pesadilla no ha terminado.
Juliard Aires Fernandes nunca regresó a su casa, en Minas Gerais, denuncia su familia.
Lo que la familia enterró en el 2 de octubre de 2010 en el cementerio de Sardoá fue una bolsa con arcilla que las autoridades mexicanas le entregaron como su cuerpo, sin pruebas científicas que demostraran que fuera él.
“El gobierno mexicano nos regresó una caja con una masa inidentificable adentro, que ellos dicen que es el cuerpo de Juliard. Nunca nos llamaron, nunca nos han dado explicación alguna”, sostiene María da Gloria Aires, tía del joven de 20 años, uno de los cuatro migrantes de origen brasileño asesinados en San Fernando.
Juliard salió el 3 de agosto de 2010 de Santa Efigenia, en Mina Gerais, junto con su amigo Hermínio Cardoso dos Santos. Iban a Estados Unidos por la misma razón que miles de personas que arriesgan todo por llegar a ese país: para salir de la pobreza y ayudar a sus padres.
En Sao Paulo tomaron un avión hacia Guatemala. El 11 de agosto, Juliard se comunicó con su familia por última vez. Les dijo que calculaba estar en Estados Unidos en 3 días.
Dos semanas después, sus familiares escucharon sobre la masacre de 72 migrantes en San Fernando, Tamaulipas. Se comunicaron con la Embajada brasileña en México y ahí les confirmaron que Juliard estaba entre las víctimas. Les dijeron que debían comunicarse con las autoridades de Minais Gerais para resolver la repatriación y que el proceso tendrá un costo de 30,000 reales (unos 180,000 mil pesos). La familia aceptó pagar, pero al solicitar una visa para viajar México, ésta les fue negada con el argumento de que es “muy peligroso” hacerlo y que esto podría retrasar aún más la entrega.
El 1 de octubre de 2010, los restos llegaron a Brasil. La única nota que acompañaba el ataúd, proveniente del gobierno mexicano, indicaba que por ninguna razón la familia podía abrir la caja. No hicieron caso. Al abrir encontraron una masa amorfa, parecida al barro, sin pelo, ojos, ni ningún elemento que les permitiera identificarlo.
“Solicitaron a nuestra familia el examen de ADN para reconocer el cuerpo, la dimos y cuando Juliard llegó a Brasil estaba en una caja donde la policía de aquí (mexicana) nos prohibía que el ataúd fuera abierto. No quisimos seguir las recomendaciones y abrimos y encontramos nada más una bolsa, un paquete con arcilla, y no había cuerpo en el ataúd”, dijo Gloria.
Los familiares denunciaron que han recibido llamadas amenzantes, en una les recomendaron “hablar poco o nada si quieren continuar con vida”. Para ellos, “la cosa” que enterraron en el cementerio de Sardoá no es Juliard.
“Vengo a representar a mis hijos y mi esposo masacrados”, dijo con voz firme Ángela Lacán al rendir testimonio ante el Tribunal Permanente de los Pueblos, en agosto de 2013 en ciudad de México. Esa mujer perdió en un solo día a su marido Efraín Pineda Morales, sus hijos Richard y Nancy Pineda Lacán, su sobrina Mayra Cifuentes Pineda y su cuñado Santos Enrique Agustín.
No sólo tuvo que soportar la noticia del cruel asesinato de los suyos en un país extranjero y enfrentar los trámites para la identificación y la repatriación, también pasó meses de incertidumbre pues sus seres queridos no fueron devueltos al mismo tiempo. Fueron entregados como por goteo. Su hija Nancy quedó atrapada en un inexplicable limbo burocrático.
Los cinco habían salido juntos de Guatemala el 2 de agosto de 2010. Eran originarios la aldea de Sipacate, en la región de Escuintla. Iniciaron el viaje desde El Naranjo, Petén, y su objetivo era llegar a Iowa. El 7 de agosto, luego de cruzar varios días por montañas, se comunicaron por primera vez a casa. El 18 de agosto volvieron a llamar y avisaron que al día siguiente cruzarían el Río Bravo.
Ante el tribunal ciudadano que juzgaba la desprotección de México hacia los migrantes, Ángela Pineda dijo: “El 19 de agosto fue la última vez que tuvimos comunicación con ellos. Contaban que ya no tenían dinero y tampoco zapatos. Prometieron volvernos a llamar”.
No sonó el teléfono.
Una pariente recibió un mensaje de texto de parte de Mayra que la alarmó. Pedía que cuidaran a su hijo. Luego, el silencio. Cuando los Pineda vieron las imágenes de la masacre de los 72 migrantes en San Fernando acudieron a la cancillería guatemalteca, donde fueron notificados de que entre las 72 víctimas se encontraban sus familiares. Los reconocieron por la vestimenta había dado como referencia para que los localizaran, según les dijeron.
Los restos de su cuñado Santos Enrique Agustín, fueron los que primero regresaron a Guatemala: el 24 de septiembre de 2010, casi un mes después de la tragedia.
Dos semanas después, el 5 de noviembre, Ángela recibió los cuerpos de su esposo Efraín Pineda, de su hijo Richard, y de su sobrina Mayra. Pero el de Nancy no llegaba.
Nancy pasó más en el Servicio Médico Forense del Distrito Federal esperando junto con otros 15 cuerpos a ser identificada. Esto a pesar de que había sido asesinada junto a sus familiares, de que ellos ya tenían una tumba en Guatemala porque habían sido identificados pronto, y de las insistencias de la familia para que la buscaran a ella entre los otros cuerpos. Que era una joven de 25 años.
El féretro con su cuerpo llegó el 23 de marzo de 2011, siete meses después de su asesinato. Para su identificación ya no se usó la ropa sino muestras de ADN.
La tragedia no terminó con el entierro. Ángela ha tenido que cambiar de domicilio por constantes llamadas de extorsión y amenazas. Se sostiene limpiando casas ajenas. Vive en la misma pobreza extrema que impulsó a sus seres queridos a emigrar. Una duda le corroe: si los restos que recibió realmente son los de su esposo, y los de sus hijos. Nadie le explico a Ángela como se hizo la identificación de sus familiares. Tampoco tuvo permitido abrir los ataúdes para constatar su identidad. Nancy dejó a dos hijos huérfanos y Mayra a uno. El padre de Mayra nunca pudo recuperarse de la depresión, tres años después de la masacre falleció a causa de un derrame cerebral.
“Mis hijos murieron y he vivido una agonía, ningún dinero paga la falta de mis hijos (…) No hay medicinas para este dolor, hay palabras que nos dan fortaleza pero ese dolor no se quita, esa ansiedad, esos nervios”, testificó Ángela en aquel tribunal.
Wilmer salió de San Pedro Sula acompañado de su sobrino Joan Adolfo y tres amigos con los que este se había criado en la conflictiva colonia Planeta. Los cinco se iban reportando a casa desde el camino.
A sus 28 años Wilmer era el más experimentado de todos. Conocía la ruta y tenía prisa por regresar porque su mujer acababa de dar a luz en California y estaba sola con su hija de dos años. El no pudo festejar porque lo deportaron por no pagar una multa de tránsito. En San Pedro Sula, su lugar de nacimiento y a donde no había regresado en diez años, duró sólo cuatro días, tenía prisa por volver. El grupo pasó por San Fernando la noche fatal en el cargamento que iba a ser asesinado. Joan y sus amigos fueron de los primeros en ser mencionados entre los asesinados. En una lista apareció el nombre de Wilmer, pero su cuerpo nunca regresó a Honduras.
En la escena del crimen en San Fernando fue encontrada la licencia de conducir de Wilmer, su cartera con estampas de las vírgenes de Guadalupe, de San Juan de Los Lagos, y la Reyna de la Paz, y la foto de “una persona con un menor en brazos”.
Haidé Esperanza Posada, la madre de Wilmer y abuela de Joan Adolfo, no consigue la paz que sí tienen su hija y las otras mujeres de la colonia que pudieron enterrar a sus hijos.
“Yo estoy en una incógnita todavía. El no apareció en los muertos ni he tenido noticias de él de ninguna forma”, dice la mujer.
Cuando doña Haidé fue a pedir respuestas, porque los cadáveres del resto sí habían llegado, el cónsul de México (Marco García) le dio un teléfono para que llamara para pedir información. Nadie le contestó.
“Yo regresé a lo del cónsul, me dijo que él no tiene nada que ver, que no es asunto suyo. Me dijo que mi hijo no está muerto porque no aparece entre los cadáveres que trajeron. Eso es lo peor, no sé nada. Yo le dije a ese cónsul que quería una visa aunque sea ir a México a investigar si quedó encerrado y me dijo que no.”
Entrevistada en la casa de su hija, donde se reúnen las madres del grupo de amigos de la colonia asesinados en San Fernando, dice que ‘unos licenciados de México’ le mandaron pedir papeles de su hijo, de su esposo, de su nieto, dijeron que para comprobar y para tramitar una visa. No supo quiénes eran, tampoco volvieron a comunicarse.
La carcome la duda de si murió con todos y lo enviaron a fosa común, o si está vivo y lo tienen esclavizado. Un tiempo creyó que estaba encarcelado y explica cómo: “Me dijo la señora de él que buscó un abogado de México que lo fue a buscar a las cárceles de Tamaulipas. Le dijo el abogado que encontró a uno parecido a él, pero no sabía si estaba enfermo y que no pudo hacer más porque al abogado lo estaban encerrando”.
En La Prensa se publicó que Wilmer era uno de los coyotes. El duelo que no ha podido concretar, y la criminalización de su hijo, le duele, entristece y la ha dejado sin dormir. “Mi hijo nunca fue coyote, no llevó más gente ni porque les pagaran. El se los llevó por la misma amistad. Como a los tres días (de la noticia en La Prensa) un vecino me dijo que en el portón de mi casa había dos hombres que él no conoció, los miraba muy maliciosos. Me quedé preocupada. Yo tenía temor por la noticia que ya los Zetas estaban en Honduras, me preocupé”. Insiste en aclarar que su hijo conocía el camino porque se fue desde cipote.
En 2012, cuando cambió el gobierno mexicano, cambió el cónsul. Ella fue a pedir ayuda al nuevo que tampoco la atendió. “Me dijo que ya no podían hacer nada porque los casos quedaron en el pasado. El problema es que al día de hoy qué pasó con mi hijo”.
Dice que desde que se supo de la masacre su esposo se tomó muestra de ADN. “No sé qué pasó. Cuando no apareció (junto a los demás restos) me descontrolé. Las noches no eran noches. No me hallé valor de ir, estoy padeciendo alta presión y a mi esposo le detectaron diabetes”.
Muestra una foto de su Wilmer, un joven que trabajaba en la construcción. En esa carga a su niña grandecita vestida de tigre. Se llama Chelita, la bebé que no aparece en las fotos se llama Suley.
Dice que cuando salió de Honduras para reunirse con sus hijas vestía camiseta negra, jeans, gorra azul encendida.
“Cuando se fue me dijo: Ya me voy porque tengo mis dos hijas solas allá, yo soy el que trabaja, tengo que ver por ellas. Además en Honduras no me puedo quedar, la vida aquí es peligrosa”, recuerda ella.
“Yo sólo le pido a mi Dios que me diga porque él es el único que sabe qué pasó con mi hijo. Sólo espero en él. No es fácil estar en una incógnita de qué pasó”.
Yeimi Castro fue una de las siete personas menores de edad asesinadas en San Fernando.
Originaria de la comunidad de Las Peñitas, en Pasaquina, El Salvador, había cumplido 15 años y en su “fiesta rosa”, hubo más de 100 invitados. Su madre, quien emigró a Nueva York desde que Yeimi tenía 5 años, supo que tenía un novio de 26 y decidió llevarla con ella, “para evitar que el hombre le hiciera un mal”.
Yeimi y sus dos hermanos crecieron bajo el cuidado de sus abuelos, Victoria y Cayetano, dedicados a la agricultura. Su madre Mariluz Castro, enviaba mensualmente 300 dólares para ayudarlos.
Yeimi estaba en noveno grado de educación básica. Quería ser doctora.
La madre contrató a un traficante de personas para que la llevara a Estados Unidos y pagó 3 mil dólares por adelantado, de un total de 7 mil.
El 10 de agosto de 2010, Yeimi emprendió camino. En su mochila guardó dos mudas de ropa, su certificado de nacimiento y una libretita con los números telefónicos de familiares en El Salvador y Estados Unidos. Los abuelos se despidieron de ella en Pasaquina.
“La última vez que supe de ella fue el 11 de agosto. Me habló y me dijo que estaba en Guatemala, que ya iban a entrar a México, que iba con un niño de 16 años y con una embarazada”, contó la abuela. Dos semanas después, cuando la televisión salvadoreña difundió las imágenes de la matanza, reconoció entre los cuerpos amontonados el de una muchacha vestida con la ropa que llevaba su nieta: blusa blanca floreada, pantalones de mezclilla y tenis.
“Me dió la corazonada de que era mi nieta”, comenta ella. El abuelo viajó a San Salvador y en el Ministerio de Relaciones Exteriores le confirmaron que una persona con las características de su nieta estaba entre los muertos y que en sus cosas llevaba una partida de nacimiento con su nombre. Sin embargo, para confirmar su identidad, le hicieron pruebas de ADN a los familiares más cercanos.
El 24 de septiembre, el cuerpo de Yeimi y de Wilmer Antonio Velásquez, de 16 años, llegaron al Salvador. Eran los dos menores de edad de los 14 salvadoreños asesinados en San Fernando. El vicepresidente de la República, Salvador Sánchez Cerén, y el ministro de Seguridad, Manuel Melgar y los viceministros de cancillería, estuvieron presentes para entregar los cuerpos a los familiares.