ste capítulo más que de los muertos habla de los vivos. De los muertos vivientes a quienes la vida se les partió al momento de la desaparición de sus familiares que viajaban hacia el norte. De la pesadilla que vivieron cuando fueron destapadas las fosas de San Fernando. De su condición de nómadas itinerantes entre los laberintos de la burocracia en su intento por arrancar alguna información oficial sobre las y los suyos y en su pelea por llevarlos de regreso a casa.
Son familias que se han empobrecido pagando extorsiones por el familiar que nunca volvió a comunicarse a casa y del que las autoridades no han dado respuesta. Familias que recibieron cuerpos –o a veces ni siquiera eso: cenizas– y la instrucción de enterrarlos, a pesar de que sus dudas nunca fueron esclarecidas sobre si ese es el pariente desaparecido. Familias que empeñaron su presente y su futuro en búsqueda del ser amado que sigue ausente y del que las autoridades no les da razón, no les dice si está en alguna fosa abierta, no les muestra ropa o fichas forenses para que logren identificarlo, y no sale a investigar. Familias que sí dieron sepultura a los restos de la persona que buscaba un mejor futuro en el norte, pero que quedaron atrapadas en el limbo de la incertidumbre sobre cómo fue martirizado su familiar antes de morir, cómo y quiénes lo asesinaron, dónde están los responsables, cuándo se hará justicia y se les contará la verdad.
El gobierno mexicano no ha reconocido su responsabilidad en ese largo periodo de matanzas en las carreteras tamaulipecas. Al igual que en la masacre de los 72 migrantes, tampoco por haber entregado cadáveres erróneos a varias familias, mandar a fosa común a personas que eran identificables, demorar tiempos inexplicables para las repatriaciones de los cuerpos identificados o incinerar restos de víctimas sin tomar en cuenta a sus familias.
La ausencia de verdad y la impunidad son otra forma de tortura.