Las Víctimas

 ste capítulo más que de los muertos habla de los vivos. De los muertos vivientes a quienes la vida se les partió al momento de la desaparición de sus familiares que viajaban hacia el norte. De la pesadilla que vivieron cuando fueron destapadas las fosas de San Fernando. De su condición de nómadas itinerantes entre los laberintos de la burocracia en su intento por arrancar alguna información oficial sobre las y los suyos y en su pelea por llevarlos de regreso a casa.

Son familias que se han empobrecido pagando extorsiones por el familiar que nunca volvió a comunicarse a casa y del que las autoridades no han dado respuesta. Familias que recibieron cuerpos –o a veces ni siquiera eso: cenizas–  y la instrucción de enterrarlos, a pesar de que sus dudas nunca fueron esclarecidas sobre si ese es el pariente desaparecido. Familias que empeñaron su presente y su futuro en búsqueda del ser amado que sigue ausente y del que las autoridades no les da razón, no les dice si está en alguna fosa abierta, no les muestra ropa o fichas forenses para que logren identificarlo, y no sale a investigar. Familias que sí dieron sepultura a los restos de la persona que buscaba un mejor futuro en el norte, pero que quedaron atrapadas en el limbo de la incertidumbre sobre cómo fue martirizado su familiar antes de morir, cómo y quiénes lo asesinaron, dónde están los responsables, cuándo se hará justicia y se les contará la verdad.

El gobierno mexicano no ha reconocido su responsabilidad en ese largo periodo de matanzas en las carreteras tamaulipecas. Al igual que en la masacre de los 72 migrantes, tampoco por haber entregado cadáveres erróneos a varias familias, mandar a fosa común a personas que eran identificables, demorar tiempos inexplicables para las repatriaciones de los cuerpos identificados o incinerar restos de víctimas sin tomar en cuenta a sus familias.

La ausencia de verdad y la impunidad son otra forma de tortura.

Burocracia que desaparece personas
Burocracia que desaparece personas
La señora Bertila Parada conoce detalles de la tortura que sufrió su hijo Carlos Alberto Osorio en México a partir de aquel 27 de marzo de 2011, cuando habló con él por última vez.

Sabe que estuvo a unos cuantos kilómetros de su destino, la frontera con Estados Unidos, pero el autobús en el que viajaba fue interceptado por Los Zetas, apoyados por policías municipales, a la altura de San Fernando, y él obligado a bajar.

Sabe que lo torturaron antes de matarlo: de los golpes le tumbaron nueve dientes y le destrozaron el cráneo. Sabe que su cuerpo estaba amordazado. Que fue enterrado en una colina, donde estuvo poco más de dos semanas, hasta el 17 de abril cuando las autoridades de Tamaulipas lo llevaron a la morgue de Matamoros, donde le harían la autopsia.
Carlos Alberto, desaparecido desde ese día de primavera, volvió a desaparecer cuando fue sepultado con otros 67 cuerpos en el panteón municipal de la Cruz, Ciudad Victoria. De una fosa clandestina, pasó a una común, sin nombre.

En esa fosa del panteón, en Tamaulipas, Carlos Alberto esperó 3 años y 10 meses a que Bertila lo rescatara y lo llevara de vuelta a casa, el 6 de febrero del 2015..

Ya no fueron los criminales, sino las autoridades mexicanas que la torturaron pues aunque en el año 2012 se había identificado a Carlos en los restos –el suyo era el cuerpo 3 de la fosa 3 de ese panteón– lo perdieron en los laberintos de la burocracia.
Desde marzo del 2011, cuando partió, hasta diciembre del 2012, Bertila no supo nada de su hijo, aunque lo buscó. Ese diciembre recibió una llamada de cancillería y fiscalía salvadoreñas avisándole que las autoridades mexicanas lo habían encontrado y que lo cremarían y enviarían sus cenizas a casa.

Bertila, con apoyo del Comité de Migrantes Fallecidos y Desaparecidos de El Salvador (Cofamide) y la Fundación para la Justicia y el Estado Democrático de Derecho, metió un amparo para evitar que quemaran los restos.

Casi enloqueció de la angustia, de sentir que en México lo volverían a “destrozar a su muchacho”. Tras sus protestas y el amparo, las autoridades recularon y negaron haberle llamado. Dijeron que nunca habían encontrado a su hijo. Entonces el cuerpo de Carlos Alberto quedó atrapado en el laberinto de la burocracia.
“Siempre supe que si me daban las cenizas de mi hijo me podían dar un animal, una persona equivocada o cenizas de madera, de cal. Ellos querían terminar evidencias, que ahí acabara todo. El gobierno estaba cubriendo algo, no dice la verdad”, dice.

Bertila evitó la cremación de los restos. Fue hasta la creación de la Comisión Forense –el organismo independiente formado por las antropólogas argentinas y organizaciones mexicanas y centroamericanas de apoyo a migrantes, que trabaja en la identificación de restos de masacres en San Fernando y Cadereyta– que se confirmó que el gobierno mexicano tenía identificado a su hijo.
El 28 de enero de 2015 en la PGR le entregaron el cadáver y días después, el 6 de febrero, lo llevó a casa.

Aún guarda la carpeta que ese día le entregaron los forenses, de la averiguación previa 52/2011, junto con los restos de su muchacho: ahí están las fotos del cráneo destrozado y del panteón donde estuvo como anónimo; también los oficios que muestran la doble desaparición de Carlos
El 24 de octubre de 2012, en un oficio de la procuraduría de Tamaulipas se pide a Fernando Reséndiz Wong, director general de procedimientos internacionales de PGR, informe a El Salvador y a la familia salvadoreña de la muestra genética 115, la de Bertila, que su hijo es el cuerpo 3 de la fosa 3 con clave NN 527, del panteón de la Cruz. Nadie cumplió esa orden, ni otras órdenes similares. Así fue durante 3 años 10 meses. Ella cree que fue en represalia por sus protestas.
Pero Bertila insistió. Buscó y encontró a su hijo. Su amparo llegó a la Suprema Corte de Justicia de la Nación que con su caso por primera vez reconoce a una persona migrante con los derechos de las víctimas mexicanas como el derecho a la verdad: tener el expediente de su hijo, saber qué le hicieron, si se investigó, si hay culpables.

“Siempre quise saber la verdad, siempre he pedido justicia. Que la muerte de mi hijo no quede impune. Yo quiero saber porque siento que un día habrá justicia”.
Este reportaje forma parte de la serie “Másde72”, con el apoyo de la Iniciativa para el Periodismo de Investigación en las Américas, un proyecto del Centro Internacional para Periodistas (ICFJ) en alianza con CONNECTAS
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Su silencio. Una señal de vida
Su silencio. Una señal de vida
Rosa Rodríguez de Lara se mantiene pegada al auricular hasta por 20 minutos aunque solo se escuche silencio. Asegura que del otro lado quien sostiene el teléfono es Paco, su hijo desaparecido en marzo del 2011.

Tras el secuestro de su hijo Francisco, Rosa recibe “misteriosas” llamadas desde diferentes claves de lada. Ella las interpreta como una señal de que él está vivo, aunque sólo descuelgue el celular y no escuche voz alguna.

Para Rosa no es casualidad que la llamen en ocasiones especiales como el día de las madres o navidad. Ella le habla, le dice cuánto lo extraña, le dice que vuelva.

Nadie responde.
A Francisco Lara Rodríguez una célula de Los Zetas, coludida con policías municipales, lo bajó del autobús Ómnibus donde viajaba acompañado de varios conocidos el 24 de marzo del 2011, a la altura de San Fernando, Tamaulipas. Había salido de la ciudad de Guanajuato en la corrida de las 19:50 horas.

En respuesta inmediata al hallazgo de las 47 fosas clandestinas, el secretario de Gobierno de Tamaulipas, Morelos Canseco Gómez, relacionó a las víctimas con dos secuestros de pasajeros ocurridos el 24 y 29 de marzo de ese mismo año en la zona. Uno de los días que desapareció Francisco. Tenía 24 años en ese entonces. Iba acompañado de una persona que fue testigo de cómo un grupo de hombres con el rostro cubierto bajaron a varios pasajeros que parecían elegidos al detinmarín. Pensaba que al rato lo iban a soltar. La persona, como el resto de los pasajeros, siguieron el trayecto hasta la frontera. Ahí lo esperó sin éxito.
“Bajaron a puros hombres jóvenes. Iba un señor ‘más grande’ pero a él no lo bajaron”, asegura Rosa, en su casa en Salamanca.

Ella fue informada por la persona sobreviviente de lo ocurrido. Otros tres guanajuatenses fueron capturados con su hijo; entre ellos al coyote que los ayudaría a cruzar. También varios centroamericanos, aunque no tiene datos precisos de cuántos ni de qué nacionalidad.
Su destino era Reynosa, de ahí, el coyote los cruzaría a Estados Unidos. Lo que la madre sabe es que cuando entraban a San Fernando, cerca de las 7 de la mañana, una camioneta se acercó al autobús, lo interceptó y hombres armados subieron para seleccionar a sus víctimas. Primero les pidieron que salieran para revisarlos. Los esculcaron. Vieron sus identificaciones. Después les ordenaron recoger su equipaje: estarían retenidos.

Cuando Francisco abordó de nuevo, su acompañante intentó bajar con él. Alcanzó a decirle: “Tú quédate ahí”. El camión siguió su camino dejando atrás a varios pasajeros, “como si nada hubiera pasado”.
Rosa recrea la escena, con agobio, como si reviviera en cada palabra una escena que nunca presenció: “A mí esto no se me olvida, eso yo lo traigo, me acuesto con eso. A mí eso no se me borra, para nada se me borra”.

Al poco tiempo del secuestro, los sobrevivientes sintieron un poco de alivio: una patrulla de la policía municipal se dirigía hacia ellos. El policía subió para preguntarle al chofer “¿Y ahora a cuántos te bajaron?” El conductor le pasó una lista con los nombres y el funcionario se limitó a pasear por los asientos. Pidió a los pasajeros dinero para “su refresco”. Y se fue.
El 27 de abril, el entonces secretario técnico del Consejo de Seguridad Nacional, Alejandro Poiré dio una conferencia de prensa en la que recriminó los delitos a las autoridades estatales. Señaló la colusión de los policías municipales en los crímenes y su complicidad en estas desapariciones que, muchas veces, terminaron en masacres. Justo 21 días después del hallazgo de las fosas.

“Para nosotros es muy evidente que los querían reclutar”. Rosa está convencida. “Cuando me dicen no sé qué de los desaparecidos yo les respondo es que no son desaparecidos, se los llevaron”.
La madre conserva el boleto de autobús Ómnibus con folio: TCH00852219. Se lo dio la persona sobreviviente. Tiene una leyenda que dice: Este boleto ampara el seguro de viajero.

“Ya había sabido que secuestraban los autobuses, muy poco sabía pero sí, pero lo raro es que casi todos los autobuses que secuestraban eran de esta línea de autobuses, llegué a escuchar que pararon lo más seguro a tres de la misma marca”. A cinco años de la desaparición de su hijo Rosa sigue sin tener noticias de su paradero. Sólo esas llamadas “misteriosas”, cada tanto, que alimentan su fe de que su hijo está vivo y en el silencio intenta decirle que lo siga buscando.
Este reportaje forma parte de la serie “Másde72”, con el apoyo de la Iniciativa para el Periodismo de Investigación en las Américas, del International Center for Journalists (ICFJ), en alianza con CONNECTAS.
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Arturo y Áxel Román: Dos hermanos desparecidos en San Fernando
Arturo y Áxel Román: Dos hermanos desparecidos en San Fernando
Cuando cerraron la puerta de la cajuela, Axel atinó a mandar un mensaje: «Nos acaban de secuestrar en san fernando no hahas nada si llega a pasar algo solo avisale a mis papas gracias los kiero a mi me metieron a la cajuela no me marques ni nada».

Era la noche del 25 de agosto del 2010. Los hermanos Axel Román, de 21 años de edad, y Arturo, de 35 años, habían viajado desde la Ciudad de México a la frontera con Estados Unidos y comenzaron el regreso a casa. Arturo solía hacer estos viajes desde hacía más de 10 años para comprar y vender patinetas en los tianguis de la capital.
Don Arturo Román, padre de los jóvenes, los esperaba por la mañana del día 26. Como no llegaron comenzó su búsqueda y el amigo le avisó del mensaje. De inmediato tomó un vuelo para indagar sobre su paradero.

Llegó a Reynosa y condujo hasta San Fernando, Tamaulipas. No encontró policías en la oficina, tampoco había instalaciones de Servicio Médico Forense. Acudió a las cuatro funerarias que había y rogó para que le permitieran ver los cadáveres, en una de ellas encontró los cuerpos apilados en el piso, espolvoreados con cal, lo cual daña los restos para identificaciones genéticas. Ninguno de los cuerpos pertenecía a sus hijos.
Después, don Román acudió al restaurante Don Pedro, de donde le llamaron sus hijos por última vez. Así supo que llegaron la noche del 25 de agosto a cenar carnes asadas y cuando esperaban los platillos llegó un grupo de hombres armados a bordo de una camioneta negra y un automóvil gris y se los llevaron. A Arturo lo subieron a la camioneta, a Axel a la cajuela del automóvil desde donde envió el mensaje de texto. Uno de los delincuentes se llevó la Gran Caravan donde los hermanos viajaban.

El restaurante donde secuestraron a sus hijos está ubicado en el libramiento de San Fernando, a menos de 500 metros del cuartel de la Policía Federal, pero nadie recurrió a su auxilio.
Con esa reconstrucción, don Román se dirigió a la oficina de la Procuraduría estatal en San Fernando, pero no pudo denunciar el secuestro de sus hijos, porque el ministerio público Roberto Jaime Suárez había sido desaparecido por encabezar la investigación de la masacre de 72 migrantes, ocurrida 3 días antes también en San Fernando. El funcionario apareció muerto en la semana siguiente.
En abril del 2011, cuando se descubrieron las 47 fosas clandestinas con 193 cadáveres en su interior, don Román viajó de nuevo a San Fernando para buscar alguna pista de sus hijos.

Con otros cientos de familias reclamó al Servicio Médico Forense de Matamoros ver los cadáveres, pero solo pudo acceder a las fotografías. Durante más de dos horas observó detenidamente cerca de 200 fotografías, no reconoció a sus hijos. Las autoridades le tomaron pruebas de ADN, pero a la fecha, casi cinco años después, no le han dado respuesta alguna.
Ver entrevista con el señor Román
Este reportaje forma parte de la serie “Másde72”, con el apoyo de la Iniciativa para el Periodismo de Investigación en las Américas, del International Center for Journalists (ICFJ), en alianza con CONNECTAS.
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Los primeros asesinatos de 2011
Los primeros asesinatos de 2011
Cuando las fosas clandestinas de San Fernando fueron descubiertas, en abril del 2011, los crímenes en la carretera 101 ya eran comunes.

Uno de los primeros que se tiene noticia ocurrió el 17 de enero de ese año. Leonardo Rafael Ventura Tavera y Noé Cortés Hernández, de San Felipe Torres Mochas, Guanajuato, y dos amigas jóvenes, viajaban en auto por Camargo, Tamaulipas, con destino a la frontera, a comprar pacas de ropa usada. Pero nunca llegaron: Los Zetas los interceptaron por San Fernando.
Apenas perdieron comunicación con los jóvenes, los padres de Leonardo pusieron una denuncia en la agencia 5 del MP de Irapuato, Guanajuato.

Días después una de las jóvenes, volvió y contó que en el camino se cruzaron con un retén de hombres, “unos vestidos de civil, otros de policía”. A todos los bajaron del auto, les cubrieron la cabeza, los subieron a una troca y los llevaron a una casa donde los separaron. Los hombres fueron golpeados y la sobreviviente pensó que seguramente estaban muertos.
Filemón Ventura Martínez, un comerciante de 63 años, padre de Leonardo, recuerda que el 26 de enero, el día de su cumpleaños, recibió una llamada de una mujer de Reynosa. Le dijo que a su hijo lo habían asesinado días antes, que su cuerpo estaba tirado en una brecha en el ejido Francisco Villa. Y que Noé no resistió los golpes, menos el horror que atestiguó.

Ella explicó que Leonardo había estado preso en ese municipio junto a su esposo, que tenían las manos atadas con alambres de púas, y que ambos se habían prometido que si alguno salía libre avisaría a la familia del otro sobre su destino. Su esposo había escapado y ella cumplía su promesa, mientras él se recuperaba en un hospital.
Dos meses después de la desaparición de los jóvenes, se descubrieron las fosas de San Fernando y la familia denunció de nuevo la ausencia. Entonces sumaban 60 los paisanos que Guanajuato reportó como desaparecidos al gobierno tamaulipeco y a la PGR.

Hoy sabe que el 8 de abril de 2011, los restos de su Leonardo fueron levantados de “unos matorrales, en unas brechas, no estaba enterrado”. Estaba completo, cerca del ejido Francisco Villa, como la mujer le había informado
En lugar de cruzar las características de los restos con las denuncias de desaparecidos, el cuerpo de Leonardo y otros fueron enterrados en una fosa común en Tamaulipas. En cambio, otros 122 cuerpos fueron enviados a la Ciudad de México donde se les hicieron pruebas forenses para identificarlos. Por ese error, el de Leonardo permaneció cuatro años sin nombre, mientras su familia lo buscaba.

“Si hubieran investigado y relacionado más una dependencia u otra, no hubiera llegado a fosa común”, dice Filemón.
En octubre del 2014 el cuerpo fue exhumado sin avisar a la familia. Además las autoridades cometieron un error fatal: perdieron parte importante de su esqueleto.

Así, incompleto, el cuerpo de Leonardo llegó a manos de las antropólogas argentinas de la Comisión Forense, que en febrero del 2015, confirmaron a la familia que habían encontrado el cuerpo de Leonardo. Cuatro años y tres meses después de haber salido de casa, Leonardo por fin fue enterrado en Torres Mochas. Pero el caminar de los padres no termina. Ahora exigen que las autoridades encuentren la parte de su esqueleto que perdieron en el traslado.
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Evidencias vueltas humo
Evidencias vueltas humo
El 28 de marzo de 2011 los hermanos Israel y Luis Miguel Gallegos, de 19 y 22 años, se despidieron de su madre, Jovita, y de sus hermanos y viajaron a Querétaro para abordar un Ómnibus a Reynosa. Ambos masticaban la ilusión de llegar hasta Michigan para reunirse con sus otros hermanos.

Viajaron con sus primos Armando y Alejandro Gallegos. Pero en el camino se les cruzaron Los Zetas. La barbarie. La muerte por cráneo roto. El entierro a cerro pelón. El desentierro por parte de peritos de Tamaulipas. El traslado a Ciudad de México en un tráiler. La plancha metálica de una morgue. El limbo entre los análisis y los trámites burocráticos que terminaron con su segundo entierro en la fosa común del Panteón de Dolores.
La madre de los Gallegos, Jovita, nunca ha entendido por qué a Israel y Luis Miguel no los regresaron al mismo tiempo que a sus primos aunque murieron juntos. El 16 de mayo de 2011 Tierra Blanca recibió el ataúd de Armando y tres semanas después, el día 6, el de Alejandro.

Tres veces se hizo prueba de ADN para que las contrastaran con los cadáveres de la fosa donde fueron hallados los primos.

Un año y nueve meses después la PGR entregó a Jovita dos urnas llenas de cenizas. Le aseguraron que ahí estaban los restos de sus hijos. Todavía se le llenan los ojos de lágrimas al recordar ese momento.
El 30 de noviembre de 2012, el último día del sexenio de Felipe Calderón, a las ocho y media de la mañana, un grupo de funcionarios con una orden judicial, ayudados por panteoneros, abrieron la fosa común donde fueron lanzados los cuerpos de San Fernando. Se retiraron hasta el atardecer, cuando los 10 cadáveres se habían convertidos en cenizas.

Ocho guatemaltecos fueron cremados junto a los hermanos Gallegos. La PGR los identificó como William, Bilder Osbely, Delfino, Erick Raúl, Gregorio, Jacinto Daniel, Marvin y Miguel Ángel.

Uno de los guatemaltecos había perdido la vida en otra masacre –la de los 72 migrantes– ocurrida en agosto de 2010, también por Los Zetas, también en San Fernando.
No valió que organizaciones de defensa de derechos de migrantes pidieron a la Comisión Nacional de los Derechos Humanos para que impidiera la destrucción. Tampoco los argumentos de que no podía quemar cuerpos si aún no acaba el procedimiento penal en un caso tan grave como el de las masacres de Los Zetas. Más aun si los familiares de las víctimas no lo autorizaron. La CNDH no intervino.

El 2 de diciembre del 2012, un año y nueve meses después la familia Gallegos enterró los restos vueltos cenizas bajo una plancha de cemento colado que tienen como único adorno dos cruces de metal financiadas por el Ayuntamiento. Ahí quedó escrita como fecha de su muerte el 8 de abril, el día del hallazgo de las fosas.
Jovita sabe que Luis Miguel fue identificado rápido por la PGR, pero con Israel fue distinto, pues “estaban en duda porque tenía un tatuaje: daban todas las pruebas bien (de ADN), pero no era”. Jovita y María Guadalupe (su hija) dijeron que no recibirían al cadáver tatuado porque ninguno de los Gallegos tenían sellos en la piel. Siempre que trabajaban en la casa se quitaban la camiseta; ellas conocían sus cuerpos.

Pidieron que les mostraran una fotografía, las ropas que traían, sus pertenencias, algo, para tener una segunda prueba de que el tatuado Israel. La respuesta de la PGR fue: no tenemos nada. Y les mintieron. En el expediente sí figuran las fotos de los hermanos Gallegos y de sus ropas.
El 12 de enero de 2012 en un oficio interno de la dependencia, se solicita al funcionario Miguel Oscar Aguilar designe a un perito que procese las muestras genéticas tomadas a la madre y también a María Guadalupe para que se elaboren –otra vez– los perfiles genéticos de los dos hermanos y se confronten con dos cadáveres.

El oficio DGCSP/DSATJ/643/2012, anuncia lo que en PGR parece una constante: que las muestras habían sido erradas. Se pide la secuencia de la toma de muestras además de los nombres del personal que intervino en la operación. Dos peritos fueron sindicados como responsables: Berna del Carmen Uribe y Pedro Gabriel Suárez. El expediente se corta en ese tramo.

Lo siguiente que se conoce es que los hijos de Jovita habían sido ilegalmente reducidos a cenizas; con ellos las evidencias se volvieron humo.
Un día después de que el michoacano Calderón abandonara Los Pinos, dos urnas fúnebres llegaron al pueblo de Pie de la Cuesta, comunidad de no más de mil habitantes.

El tercer entierro de los Gallegos quedó escrito entre los sucesos históricos importantes del municipio. Con dudas, Jovita y su familia enterraron a dos cadáveres que desconocen si llevan su sangre.

María Guadalupe recuerda bien cómo fue el abrupto desenlace: “Dijeron de PGR ‘vamos a hacer más estudios, comprobar las muestras’, querían estar seguros. La última vez me dijeron de PGR que sí era él porque daba (positivo) con el ADN de las muestras de mi mamá. Nos dijeron que todas las muestras daban bien, que mi hermano era el del tatuaje”.
En la PGR le dijeron que antes de asesinarlo le hicieron un tatuaje para obstaculizar su identificación. Esto, a pesar de que fue asesinado de inmediato. La lógica científica de la PGR no fue suficiente para espantar la incertidumbre que ronda como fantasma por el ranchito de los Gallegos.

“Las dudas no se acaban, pero ya es más tranquilidad que recién pasado. A veces creo que puede pasar lo de las novelas que dicen que cuando ya lo había enterrado el difunto de repente llega”. Jovita sonríe con picardía. La única certeza que tiene es que enterró para siempre un sueño recurrente y alegre en el que veía a sus dos hijos regresando a casa.
Investigación que, con el apoyo de la Fundación Ford, presentan Proceso, la División de Estudios Internacionales y la Maestría en Periodismo y Asuntos Públicos del CIDE. Proceso 2025
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Saña contra los michoacanos
La saña contra los michoacanos
En un episodio prolongado de narcoviolencia, Tiquicheo de Nicolás Romero perdió a ocho pobladores.

Pedro, Augusto, Humberto, Miguel Ángel, Misael, Vicente, Javier y Juan desaparecieron en 2011. A todos los alcanzó la tragedia cuando criminales interceptaron los autobuses en los que viajaban, en San Fernando, Tamaulipas.

Sólo tres regresaron a casa, pero en ataúdes. Sus restos fueron encontrados entre los 193 cuerpos hallados en fosas clandestinas de San Fernando en abril de 2011. Aunque sus familias dieron muestras de ADN en cuanto se enteraron del hallazgo, la Procuraduría General de la República (PGR) los identificó y entregó a sus parientes con casi cinco años de diferencia entre unos y otros.
El 23 de marzo de ese 2011 a bordo de un autobús Ómnibus viajaban los recién casados Reyna Hidalgo y Misael Cruz, junto con el hermano menor de ella, Miguel Ángel, sus dos cuñados Augusto Alvarado y Humberto Jaimes, y el vecino y amigo Pedro Virgilio Mondragón.

Un testigo que iba en el mismo autobús relató cómo, a la altura de San Fernando, un grupo de hombres armados bajó a los cinco jóvenes por su lugar de procedencia y también a otros pasajeros que no conocían.

Los familiares acudieron a la compañía Ómnibus a reclamar. Pusieron de inmediato sus denuncias ante el gobierno, pero éste no intervino. Tampoco para quitarle a Los Zetas el control de la carretera 101 que, en la ruta del Golfo de México, llega hacia la frontera.
La tragedia alcanzó al segundo grupo de migrantes de ese municipio por causa de la desidia institucional.

El 28 de marzo — cinco días después— el señor Vicente Piedra García salió en otro autobús Ómnibus, donde coincidió con sus vecinos, los primos Javier y Juan. Ninguna autoridad les alertó del peligro que corrían en el camino. Y les ocurrió lo mismo, en el mismo lugar, a la misma hora.

Aproximadamente un mes y medio después del hallazgo se confirmó que uno de los cuerpos era el de Vicente Piedra.

Sus familiares se tragaron la duda de si los restos que la PGR les entregó eran los de Vicente. Nadie les mostró evidencias. De sus dos acompañantes no se supo en casi cinco años.
Desde el 2011, las familias de los primos deambularon por instituciones preguntando si ya tenían información sobre su paradero.

El reconocimiento ocurrió gracias a la intervención del Equipo Argentino de Antropología Forense, luego de que organizaciones de familiares de migrantes desaparecidos presionaron a la PGR a firmar un Convenio Forense que permitiera a los peritos independientes analizar los restos no identificados de los 72 migrantes masacrados en 2010, las fosas de San Fernando en 2011, la matanza de Cadereyta, Nuevo León en 2012, así como cotejar muestras genéticas y revisar expedientes forenses. Y ahí, entre los restos, estaban estos primos.

Sus restos reposan ya en Tiquicheo.
Los nombres reales de los primos Juan y Javier fueron cambiados, no pueden ser divulgados por no contar con autorización de las familias.
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